En la estación más propicia para los contagios de coronavirus, en medio de una ola polar, con una alta ocupación de camas y con un nivel de contagios de cinco dígitos, el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires habilitó la apertura de las escuelas y, ante los disgustos causados por el frío extremo, ofreció mantas.
La apertura de las escuelas, de por sí, fue polémica. Está comprobado a nivel mundial que el cierre de las instituciones educativas es la segunda medida no farmacológica más efectiva para la prevención de los contagios de coronavirus.
Además, la apertura escolar supone un movimiento masivo en el transporte público y una mayor probabilidad de siniestros viales, que podrían ocasionar daños severos en medio de una baja disponibilidad de camas de terapia intensiva.
A pocos días de las vacaciones de invierno, el Gobierno porteño decidió abrir las escuelas para el cierre del cuatrimestre. Mientras en provincia de Buenos Aires continúan las clases virtuales, Horacio Rodríguez Larreta eligió el retorno a la presencialidad áulica.
Si abrir las escuelas ya representaba una decisión controversial y una ruptura en el pacto de gestión de la pandemia con el Gobierno nacional, el comentario cínico, desde un cómodo y cálido despacho, de ofrecer llevar mantas a las instituciones que imparten la enseñanza, es de una insensibilidad inconmensurable.