El 10 de julio, un día después de haber celebrado la independencia que nos despojó del colonialismo español, Argentina se sacó de encima una racha negativa que parecía eterna. El gol de Ángel Di María cortó una sequía de 28 años.
La mufa, que parecía eterna, se limpió por fin y Lionel Andrés Messi, después de tantas frustraciones con uno de los equipos donde es máximo goleador, pudo gritar campeón con la selección. Le llegó el título por el que, según sus propias palabras, hubiera cambiado todo lo que ha ganado en Barcelona.
En Europa, al día siguiente, Italia fue superior a Inglaterra en los penales, y con la mano —pero del arquero— venció a los ingleses para consagrarse campeón. Diego siempre está presente y en la final en Europa apareció en forma de tatuaje: en la zurda del 10 italiano, Lorenzo Insigne.
El título de Argentina se festejó en Barcelona y en Napoli porque este no solo es un país hermoso, sino que, además, es una fábrica de idolatrías y de heroísmos. Acá también hubo un guiño, en el regocijo de convencerse de que la alegría no es solo brasileña y que las hazañas de este fin de semana fueron diabluras de D10S para que lo sintiéramos cerca.
Maradona, que abrazó a Napoli con Villa Fiorito, lo hubiera querido así. Ahora restan detalles para la definición de la primera Copa Euroamericana, a disputarse en Nueva York, en reemplazo de la Copa de las Confederaciones tradicional.
Mientras el gran pueblo argentino y el temperamento italiano esperan el mundial como candidatos, no se puede evitar sentir este sabor maradoniano que los fundamentos racionales no pueden explicar; pero la vida es muy corta para inmolarse en el escepticismo.
Acá, en el país del D10S pagano, sucio e imperfecto, esperamos reivindicar esta sonrisa popular en Estados Unidos. Y no sería exagerado ver ahí una revancha simbólica en el campo de batalla donde le cortaron las piernas a Diego.